La fragmentación territorial inducida por el centralismo fiscal, Colombia (1984-2013)


Oscar Alfredo Alfonso Roa
Profesor titular e investigador de la Universidad Externado de Colombia. Doctor en Planeamiento Urbano y Regional IPPUR/UFRJ, Economista.

1.  Introducción

En 2006, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial situaron a Colombia detrás de Brasil y Argentina, como el país latinoamericano con mejor indicador de descentralización en los gastos públicos, superando a México que tiene una mayor tradición federalista (Daughters; Harper, 2006, p. 244). El gasto de los entes territoriales sobre el Producto Interno Bruto es el indicador universal para elaborar tal ranking, medida discutible en el caso de Colombia pues lo cierto es que la mayor proporción de los gastos públicos locales se ejecuta con las transferencias condicionadas del nivel central de gobierno y, por tanto, los municipios operan meramente como agentes o intermediarios que requieren los programas diseñados en el centro.

La descentralización fiscal en Colombia ha sufrido varias modificaciones. ¿Han sido eficaces las reformas a la descentralización fiscal y a las ejecutorias locales? Y, de haberlo sido, ¿tales resultados traslucen avances significativos en la igualdad territorial y en la provisión de bienes públicos? Las respuestas a estas cuestiones, de por sí inseparables de la preocupación fundamental acerca del disfrute de esos bienes públicos por la población en condiciones de equidad en cualquier lugar del territorio, son igualmente inmanentes a la garantía que el Estado debe otorgar a la satisfacción de las necesidades fundamentales de los ciudadanos.

Este trabajo se ocupa de dar respuestas a estas cuestiones y sostiene la paradoja de que Colombia era un país fiscalmente más descentralizado antes de la puesta en marcha de los programas de descentralización. El resultado de la estrategia recentralizadora ha sido la fragmentación territorial que, en este artículo, se asemeja a los regímenes espaciales, cuya caracterización es el telón de fondo para examinar la manera poco igualitaria de acceso a los bienes públicos locales que promueve tal estrategia. En la discusión teórica de la primera parte se extractan aspectos relevantes para este trabajo de un debate inagotable de gran riqueza intelectual retomado a comienzos de siglo para, seguidamente, realizar las precisiones metodológicas y la caracterización de los regímenes espaciales y, con ello, introducir el debate sobre la descentralización fiscal en Colombia a partir de los indicadores analizados en la cuarta parte, que a su vez precede las reflexiones finales.

2.  Geografía, fragmentación territorial y regímenes espaciales

Con el propósito de comprender la organización de los espacios nacionales como escenario y, a la vez, resultado del devenir del sistema capitalista, los geógrafos han liderado la producción teórica sobre la que, a su vez, han gravitado buena parte de los resultados de las investigaciones sobre la economía espacial. Corrêa (1997), por ejemplo, considera los aportes de los geógrafos alemanes como una aproximación anacrónica de una realidad que va mucho más allá de las aglomeraciones y sus centralidades en el capitalismo, pues fenómenos propios de las redes de ciudades de los países subdesarrollados tienen orígenes diversos, como también sus vinculaciones internas y externas que explican en buena medida las desigualdades socio-espaciales que caracterizan al subcontinente latinoamericano. Desde una perspectiva contra-hegemónica (Hasbaert, 2014, p. 53), un sistema de ciudades es concebible como un producto social en el que tienen lugar las interacciones sociales espacializadas (Corrêa, 1997, p. 93). Desde esta perspectiva, las nuevas territorialidades son producidas por grupos minoritarios de la sociedad que conquistan ciertos espacios.

Hasbaert (2014) discute la geografía regional, partiendo de su desacuerdo con los resultados de la tesis homogeneizadora de la globalización, pues verifica, en contraste, que asistimos a una “permanente reconstrucción de la heterogeneidad y la fragmentación”, y para quien las regionalizaciones buscan dar cuenta de las diferenciaciones espaciales. Los diferentes enfoques de la geografía regional tienen en común revelar lo específico o la “diferenciación de áreas”, la integración de las dimensiones humanas y naturales, la continuidad espacial, la estabilidad regional y la mesoescala de análisis referida al Estado-Nación. Las diferencias de grado y de naturaleza, que son el fundamento de la diversidad territorial, facilitan la explicación del incremento de las desigualdades promovidas por un capitalismo muy selectivo como el actual, y del rescate identitario promovido por diferentes grupos sociales en una lucha contra-hegemónica (Hasbaert, 2014, p. 60-61).

La pertinencia de realizar el análisis de las finanzas públicas locales y, en especial, de la dinámica del gasto público per cápita al margen de los análisis convencionales que acostumbran reducir las relaciones del espectro público-espacial en una sola categoría –el nivel central con los entes territoriales, municipios o departamentos–, obedece a la constatación teórica y fáctica de que el territorio es el escenario en el que toman cuerpo los fenómenos del desequilibrio en la ocupación y de las desigualdades en la asignación y distribución de las riquezas generadas que, por su parte, configuran una estructura jerárquica de aglomeraciones humanas de diversas escalas, de la que el modelo territorial de Estado no se ocupa eficazmente, pues está diseñado para responder a los intereses particulares de algunos nacionales que rivalizan con los intereses generales de la nación. La coherencia de las intervenciones surgida de la interacción de ese modelo con la jerarquía mencionada, es aludida en diferentes experiencias como una condición para producir un desarrollo territorial equitativo, para avanzar en la eficiencia asignativa de los recursos públicos escasos y para garantizar la unidad nacional y evitar brotes secesionistas como en el caso de las transferencias interregionales en Canadá (Coulombe; Lee, 1988, p. 6).

La noción de los regímenes espaciales es semejante a la de la fragmentación del territorio en tanto a los agentes que la producen, ocupando el Estado un lugar privilegiado en esa arquitectura del espacio-poder (Haesbaert, 2014, p. 34) que refleja la lógica del control que, desde una perspectiva hobbesiana como la planteada en Leviatán, se entiende como un intercambio de libertades locales a cambio de seguridad. Las diferenciaciones entre las jurisdicciones que componen un régimen son bajas, mientras que entre regímenes son considerables. Para una comprensión de tales diferenciaciones, es útil el empleo de la regla de que el control zonal se incrementa con la interferencia del Estado y que aparece como soporte de la lógica de dominación zonal (Haesbaert, 2014, p. 39), que avanza como sucesión de procesos de manera coetánea con la lógica de control reticular propiciada por la expansión de las áreas de mercado en el capitalismo occidental.

3.  Regímenes espaciales y fiscalidad: más allá del secular debate entre centralismo y federalismo

La contracción o ampliación de la esfera de actuación del Estado y sus ejecuciones administrativas sobre el territorio revelan las tensiones de coordinación con el mercado y la comunidad, en el marco del interés de control zonal analizado por Haesbaert (2014). En épocas de crisis, el capital reclama más espacios económicos para su valorización, sobreviniendo entonces los programas de privatización de la provisión social de bienes públicos amparados, generalmente, en el discurso de la ineficiencia “innata” de los entes territoriales y, recientemente, amparados también en los desequilibrados programas de riesgo compartido en esquemas de participación público-privada en los que los riesgos son cubiertos con las finanzas del ente estatal que allí participa. Cuando el incremento de los márgenes mercantiles de los prestadores privados acarrea, como generalmente ocurre, un incremento considerable en el precio al que se proveen esos bienes, sin que ello sea compatible con la capacidad de pago  de las capas de población de bajos ingresos, se exacerba el descontento social y el Estado reaparece ampliando la inversión per cápita de contenido social e intentando corregir la falla de compatibilización de las ganancias mercantiles con el deprimido presupuesto familiar. La función asignativa del Estado, que reposa en los entes territoriales, es particularmente permeable a estos embates mercantiles. Los federalistas se inclinan a favor de estas prácticas pues revelan el pleno empleo de la autonomía local, justificada por una mejora en la calidad de los servicios prestados que, al parecer, son mayores cuando los gestiona el privado.

Paradójicamente, en América Latina las ejecuciones territoriales de gobiernos liderados por cuadros políticos con reconocidas inclinaciones federalistas han sido considerablemente centralistas, habiendo ocurrido también lo contrario en diferentes episodios de la historia del subcontinente; la compatibilidad de los resultados con la visión territorial de sus ejecutores parece ser la excepción, según los resultados de Ocampo y Bértola (2013) para quienes, además, las políticas de Estado en relación con el desarrollo económico han estado sometidas a innumerables vaivenes surgidos de coyunturas favorables, como la elevación de los precios internacionales de los bienes primarios, o desfavorables, como la elevación de la tasa de interés que encarece el servicio de la deuda externa pero, asimismo, a las tentaciones de la abundancia de crédito externo ante la que sucumben algunos gobiernos. Estos fenómenos, entre otros, han suscitado el interés teórico de los fiscalistas y de quienes buscan explicar las tendencias de la organización del Estado. Oates (2005) explica el surgimiento de la Segunda Generación de la Teoría del Federalismo Fiscal, mientras que Hernández (1997) coordinó un conjunto de investigaciones orientadas a formular los principios de un Nuevo Federalismo en el continente americano.

En el primer caso, las preferencias localizadas situaron al nivel central de gobierno en desventaja frente a los gobiernos subnacionales para identificarlas, como también para establecer una función de costos de provisión eficientes. La Primera Generación se basó en esta idea, pero, de paso, estudió las limitaciones del federalismo fiscal puestas de manifiesto en su escasa incidencia en los niveles de empleo y en los precios, por ejemplo, de manera que “el gobierno central tomó la iniciativa en su política de estabilización macroeconómica, presentó las medidas básicas para la redistribución del ingreso, y persiguió un eficiente nivel de producción de bienes públicos nacionales” (Oates, 2005, p. 351). En los sistemas de hacienda federal se establecen subsistemas de transferencia a los niveles regionales, o locales, con el propósito de asistir a las regiones más pobres y contrarrestar por esa vía las distorsiones en los patrones migratorios. La búsqueda de la equidad y la eficiencia aparecen como las premisas que orientan esos esquemas redistributivos territoriales, en los que las regiones donde más se tributa están a la cabeza de las regiones perdedoras en los esquemas descentralizadores.

La garantía del Estado en la provisión de los bienes públicos esclarecida en las reformas constitucionales de las últimas décadas, constituyó un aliciente institucional para que el nivel central de gobierno determinara alcanzar una provisión uniforme de bienes públicos de escala local y, en no pocos casos, expresara en las leyes y políticas nacionales su desconfianza en los municipios como prestadores de tales servicios, dando paso a la privatización y otras formas de gestión delegada de tales bienes. Tal uniformidad no se ha traducido en universalidad pues, en el fondo, esas legislaciones discriminaron deliberadamente entre regiones (Oates, 2005, p. 353). El resultado ha sido la conformación de conjuntos de jurisdicciones locales claramente diferenciadas por el grado de satisfacción de las necesidades fundamentales, tales como el acceso al agua potable y al saneamiento básico.

El ideal federalista de la autofinanciación local de la inversión en bienes públicos ha sido desplazado por los incentivos al sobrendeudamiento de los entes territoriales y, cuando fue controlado en aras de la gobernabilidad macroeconómica del nivel central, han surgido nuevas formas de desequilibrio fiscal, resultantes de los incentivos de las transferencias a incurrir en desbalances corrientes o a recurrir a inciertas vigencias futuras. La necesidad de incrementar la participación de los ingresos propios en los presupuestos descentralizados fue advertida por Weingast (2006, p. 13), para quien “los gobiernos subnacionales que incrementan sustancialmente sus ingresos propios tienden a ser más responsables ante los ciudadanos, proveyendo los servicios que requiere la población y los que mejoran el funcionamiento de los mercados, y son menos corruptos”. Por otra parte, las brechas fiscales que ocasionan diferencias intertemporales en la capacidad de ejecución local de inversiones en bienes públicos, motiva usualmente reformas a la descentralización para que el nivel central salga al rescate fiscal de los entes subnacionales o, en los términos de Oates (2005, p. 361), “el propio sistema induce al comportamiento fiscal irresponsable: es endógeno al sistema”. En síntesis, son muchos los peligros que se ciernen sobre la sociedad derivados de un modelo territorial de Estado que promueve la excesiva dependencia de las transferencias intergubernamentales y, en particular, esta es la cuestión central que ha movilizado a los teóricos de la Segunda Generación del Federalismo Fiscal – SGFF.

La SGFF presta atención al hecho de que, además del fin primordial de la provisión universal de bienes públicos, en el modelo territorial de Estado hay discrepancias entre los objetivos perseguidos por los burócratas nacionales y las autoridades locales electas por voto popular. El propósito de incrementar el bienestar de los electores es relevado por el de que los burócratas ocupen un lugar dentro del aparato de Estado. Esta discrepancia puede adoptar varias formas. Una de ellas es la del “federalismo administrativo” en la que el nivel central de gobierno impone sus objetivos con las transferencias y, simultáneamente, supervigila a los entes subnacionales. Pero si la corrupción es endógena al modelo, la disyuntiva entre los costos de la vigilancia y el control o el cambio del modelo se torna crucial, en especial en sociedades con considerables carencias. Los llamados “efectos de reputación” motivan el traslado de responsabilidades entre burócratas nacionales y ejecutores locales, de manera que la salvaguarda del nombre y el prestigio se intentan superponer a la práctica de la vigilancia y el control.

La otra cuestión central es la de quién goza de las mayores capacidades para interiorizar en sus presupuestos las interdependencias interjurisdiccionales, potencial que hasta ahora se le ha atribuido al nivel central. Esta tensión ha sido tratada de manera inadecuada por quienes conciben modelos con entes subnacionales con dotaciones similares en estructura productiva, base fiscal y población, por cuanto ignoran que el desequilibrio es el rasgo distintivo de las formas de ocupación territorial, de manera que hay efectos inerciales que hacen que las jurisdicciones que son grandes tiendan a serlo aún más. Por tanto, en las megápolis y en las zonas metropolitanas que les anteceden, esas interdependencias coyunturales son crecientes y acumulativas, dando origen a interdependencias estructurales que producen poderosas economías de aglomeración. El nivel central de gobierno participa de esas economías con la captación de ingresos corrientes que están en la base del sistema de transferencias a los entes subnacionales.

Las metrópolis sobre las que gravitan las grandes aglomeraciones tienen incentivos para disputar esos recaudos y ampliar así su base fiscal para atender las demandas crecientes de bienes públicos surgidas de esas interacciones con las jurisdicciones de su área de influencia inmediata. Es en ese momento en el que el nivel central de gobierno promueve medidas y vacíos legislativos para controlar a las metrópolis, mientras que estas intentan coordinar políticas productivas y armonizar políticas tributarias con las demás jurisdicciones de las zonas metropolitanas. Esto deriva inevitablemente en una tendencia expansiva del nivel central de gobierno y, en el intertanto, en las jurisdicciones que componen la zona metropolitana esa tendencia es aprovechada para amortiguar los efectos fiscales negativos de la competencia interjurisdiccional por nuevas localizaciones industriales basada en refinados programas de exención a los gravámenes locales del capital, estrategia que se aleja de la preconizada sana competencia interjurisdiccional metropolitana y que, en el corto plazo, ocasiona el empobrecimiento propio y el de los vecinos que siguen tal estrategia.

En China el nivel central controla a las regiones, pero en Rusia los poderes regionales manipulan al nivel central (Oates, 2005, p. 364). La existencia de un nivel central más poderoso que las fuerzas políticas regionales parece una condición insuperable para mantener la unidad nacional, esto es, la república unitaria. Las versiones conservadoras que siguen a Tocqueville defienden al centralismo como una condición natural para mantener tal unidad, discurso que se sustenta en ideas como la de la fragilidad de la unidad nacional ante el avance del federalismo fuerte que, de manera automática, tiende a asociarse con secesionismo. Pero a esa necesidad de un centro fuerte, que reduzca el peligro de desintegración nacional, le son connaturales tanto la posibilidad de los excesos de centralismo como la indisciplina fiscal en las jurisdicciones subnacionales de mediano y pequeño tamaño, de manera que el primer exceso –como la exacerbación de los tributos nacionales en las metrópolis– alienta también los espíritus secesionistas, mientras que el rescate de los entes territoriales en situación de déficit fiscal persistente también lo hace por crear un ambiente de inequidad latente en el trato desde el centro. En el plano fiscal, hay evidencias de que muchos sistemas federales tienden a ser cada vez más centralistas (Oates, 2005, p. 367; Arellano, 1997, p. 220). Hernández (1997, p. 11) se pregunta acertadamente ¿hasta qué punto el nuevo federalismo puede correlacionar en términos nuevos la libertad y la igualdad? Tal compatibilización es una ecuación qué sigue en la agenda de las reformas al Estado en América Latina y que, por ahora, se presenta en términos del desborde de las demandas ciudadanas soportadas en el relanzamiento de los derechos, mientras que la responsabilidad fiscal entendida como la regla del equilibrio entre los recursos y los compromisos fiscales se impone para limitar el alcance de tales demandas. En relación con el Sistema Nacional de Coordinación Fiscal mejicano, Arellano (1997, p. 203) sostiene que éste “no sólo ha implicado un mayor centralismo fiscal limitativo de la soberanía de los estados; sino que también ha inducido un esquema de participaciones ineficiente y poco equitativo”.

Ante tales peligros, la coordinación de los entes subnacionales aparece como un elemento que, además de la cohesión nacional, promueve mecanismos de representación ante el nivel central de gobierno. Esa labor, asignada normalmente a entes territoriales de mayor envergadura como los estados, las provincias o los departamentos, en la práctica es ejercida por el congreso cuyos miembros, a su vez, se sostienen mediante vínculos que buscan garantizar su reproducción política. Como los resultados de la coordinación para efecto del diseño y ejecución de políticas territoriales se requieren allí, en el territorio, la coordinación que pretenden realizar los entes territoriales de mayor jerarquía y la que realiza el congreso es débil, dejando al libre albedrío de los gobernantes de turno el inadecuado uso de las autonomías locales que termina imponiéndose sobre los requerimientos regionales, de manera que las externalidades interjurisdiccionales de sus determinaciones, especialmente las negativas, se difunden empobreciendo a los vecinos y, en el mediano plazo, a sí mismos.

4.  Cuestiones metodológicas: los indicadores y la periodización

Teniendo en mente las discusiones teóricas y las evidencias sobre el devenir de la descentralización fiscal presentadas en el anterior acápite, a continuación se presentan cuatro sencillos indicadores para medir el objeto del que se busca dar cuenta empíricamente: el comportamiento fiscal de los entes territoriales agrupados en los regímenes espaciales identificados en Colombia. Tres índices se proponen para comprender la dinámica intertemporal de los resultados fiscales de tales entes, sometidos a los ajustes promovidos por el nivel centra de gobierno. El Índice de Solvencia Primaria –ISP en la ecuación (1)– es un cociente que indica, cuando es menor que cien o la unidad, que los entes territoriales están en capacidad de sufragar los costos de la burocracia con su propio esfuerzo fiscal, sus recursos propios; y cuando supera ese umbral, indica que el ente territorial no es solvente y que una porción de los costos burocráticos y demás gastos para el funcionamiento del municipio, que no alcanza a ser suplida con sus recursos propios, tiene que ser cubierta con recursos de otras fuentes.

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Cuanto menor sea el ISP, el ente territorial estará en capacidad de ampliar el margen de inversión en bienes públicos locales –formación bruta de capital fijo– con recursos propios y, adicionalmente, el costo burocrático de la ejecución de los recursos de inversión se reducirá mejorando la eficiencia en la asignación y reduciendo los costos de transacción para los ciudadanos. Por tanto, ese Margen de Inversión con Recursos Propios –MIRP en la ecuación (2)– puede ampliarse hasta infinito, pero cuando es menor a la unidad y tiende a aproximarse a cero, indica que el ente territorial ha debido recurrir a empréstitos comprometiendo ingresos de vigencias futuras o, en su defecto, que ha establecido estrechas relaciones de dependencia financiera con el nivel central de gobierno a través de las transferencias corrientes o de capital y/o las regalías.

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Analizado desde un punto de vista positivo, esto es, de un deber ser, uno de los propósitos de la autonomía local que persigue la noción constitucional de la organización territorial descentralizada y los programas que la desarrollan, es que los entes territoriales adquieran su autonomía presupuestaria y financiera no solo en la confección de sus presupuestos, sino en su financiación, en aras de que la democracia local se robustezca con el desarrollo del libre albedrío local distanciado de las transferencias condicionadas provenientes del nivel central de gobierno. El Índice de Complementariedad o Sustituibilidad –ICS en la ecuación (3)– indica, cuando es superior a la unidad o cien, que el gasto total del municipio, descontado los recursos propios, es cubierto por las transferencias del nivel central de gobierno lo que, en el plano político significa que la presencia del Estado a través del nivel central de gobierno sustituye al municipio pues al menos la mitad del gasto depende de esas transferencias; cuando es inferior a la unidad se entiende que las transferencias nacionales complementan el esfuerzo local.

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En el cálculo de la inversión per cápita solo se consideran los gastos del ente territorial orientados a la provisión de bienes públicos; esto es, sin considerar otro tipo de gastos como los de funcionamiento y los financieros. La población que se emplea es la total del municipio y se toma de las proyecciones municipales ajustadas por el DANE después de las discrepancias observadas con los resultados del Censo de Población de 2005.

La entrada en vigencia de las reformas de mayor trascendencia en las reglas de la descentralización fiscal orienta la periodización que se emplea, así como la disponibilidad de estadísticas que, como en el caso de las ejecuciones presupuestales municipales compiladas por el Departamento Nacional de Planeación y el Banco de la República, se encuentran disponibles desde 1984. Por esta época existía un relativo consenso en la existencia de un excesivo centralismo y, después de varias iniciativas de reforma frustradas, se expidieron las primeras normas de descentralización fiscal de alguna trascendencia: con la Ley 14 de 1983 se buscó simplificar el régimen tributario de los entes territoriales a fin de elevar su recaudo y, con la Ley 12 de 1986 se programó un incremento gradual en la participación de los entes municipales en el recaudo del Impuesto al Valor Agregado, hasta alcanzar el 50% en 1993, condicionándose esas transferencias al esfuerzo local en recaudo del impuesto predial y a la ejecución en las actividades establecidas por el nivel central de gobierno. La Constitución Política de 1991 estableció nuevas reglas como la del situado fiscal, que es una proporción indeterminada constitucionalmente de los ingresos corrientes cuyo destino serán la salud y la educación y, desde 1993, se estableció un aumento gradual de la participación de los entes territoriales en los ingresos corrientes de la Nación hasta alcanzar el 22% en el 2002. Con el Acto Legislativo 001 de 2001, Ley 715 de 2001, el nivel central de gobierno impuso una reforma al Sistema Intergubernamental de Transferencias, estableciendo un Sistema General de Participaciones orientadas, una parte, a la reducción de las brechas fiscales de los municipios o de nivelación de la capacidad fiscal y, la otra, a la armonización fiscal de los servicios de educación y de salud o transferencias condicionadas a los estándares alcanzados en esos dos servicios.

5.  Regímenes espaciales em Colombia: identificación y algunas caracterizaciones

Al igual que en otros países, en Colombia se han realizado varios intentos de regionalización y unos cuantos de jerarquización de sus jurisdicciones locales, ciudades o municipios.

5.1   Antecedentes

Las regionalizaciones datan de la época de la ocupación española, pero en la vida republicana se han realizado varias regionalizaciones a fin de propiciar una mejor administración del territorio. El territorio colombiano en el siglo XVI había sido organizado en la Real Audiencia de Panamá – Castilla del Oro, la Nueva Andalucía con las gobernaciones de Santa Marta y Cartagena, la Gobernación de San Juan, la Provincia de Santafé de Antioquia, el Nuevo Reino de Granada y los límites entre las provincias de Popayán y Quito (cfr. Sarmiento y Castillo, 1998). Esta forma de organización del territorio prevalece con algunas alteraciones hasta comienzos del siglo XIX, cuando la división política del Virreinato de la Nueva Granada se había consolidado bajo la forma provincial, distinguiéndose una docena de estas en el territorio colombiano: las provincias de Riohacha, Santa Marta, Cartagena, Antioquia, Socorro, Pamplona, Tunja, Casanare, Santafé, Neiva, Popayán, Chocó y Panamá. Luego del advenimiento de la independencia de la Corona Española, el territorio pasó a ser administrado bajo la forma de departamentos conociéndose hacia 1824 los del Istmo, Magdalena, Cauca, Cundinamarca, Boyacá y Azuay. Una constitución política de corte centralista se promulgó en 1886, año en el que esa organización departamental prevaleció pero con diferencias de número y de límites pues se erigieron los departamentos de Panamá, Bolívar, Magdalena, Santander, Boyacá, Tolima, Cundinamarca y Cauca.

Diversos tratados han recortado la extensión territorial desde entonces. La misión comandada por el sacerdote Lebret con sus criterios propuso hacia 1958 una regionalización del cercenado territorio colombiano en la que se distinguieron las regiones de la Costa Atlántica, Nor-Occidente, Nor-Oriente, Viejo Caldas, Central y Sur-Occidental. Sin embargo, en la enseñanza de la geografía del país se empleaba comúnmente la idea de las cinco “regiones naturales” de Colombia: atlántica, pacífica, andina, llanura y selvática. El escas o acuerdo sobre la regionalización del país dinamizó las discusiones políticas así como promovió la realización de otras investigaciones con sus consecuentes propuestas. Una de las más reconocidas es la de Ernesto Guhl y Miguel Fornaguera quienes por primera vez reconocen a través del epicentrismo subyacente al poblamiento del territorio colombiano y de sus actividades de soporte, que los Llanos Orientales y la región Amazónica se encuentran desarticuladas de facto del resto del país en donde se destacan seis regiones comandadas por centros metropolitanos y otros menos pero de alcance regional.

Desde mediados de los años setenta el Estado colombiano a través del Departamento Nacional propuso varias regionalizaciones, como la de 1976 que antecedió a la de los Consejos Regionales de Política Económica y Social, conocida como “las regiones Corpes”, o de planificación, entre las que se distinguieron: Costa Atlántica, Central, Amazonia, Orinoquia y Occidente. Posteriormente y en especial después de la promulgación de la Constitución Política de 1991, las regiones administrativas y de planificación se han erigido como alternativa para la reorganización del modelo territorial de Estado, pero a su conformación se ha impuesto el centralismo político. Solamente hasta el 2014 y después de varios intentos fallidos durante los diez años precedentes, se logró constituir la RAPE Región Central con la participación de Bogotá y los departamentos de Cundinamarca, Tolima, Meta y Boyacá, mientras que en 2015 el nivel central de gobierno afianzó, en el Plan Nacional de Desarrollo “Todos por un nuevo país”, una regionalización con base en los Órganos Colegiados de Administración y Decisión –OCAD– que a escala departamental se organizaron a fin de administrar las regalías de la explotación del subsuelo transferidas por el nivel central de gobierno.

Los esfuerzos de regionalización orientados a la comprensión de las dinámicas demográficas, económicas y políticas de Colombia deberían propiciar los debates que discutan una nueva organización del territorio, pero el centralismo acostumbra imponer un monólogo en el que se reafirma el fin de la “república unitaria”. La regionalización de los OCAD es un mecanismo de cooptación de los gobiernos departamentales, con razones de reproducción política, amparado en el criterio de la cooperación para la inversión interdepartamental. Otras regionalizaciones del territorio colombiano han sido propuestas, tales como las realizadas con criterios o para fines ambientales. La autoridad nacional en la materia –el IDEAM– emplea la regionalización Caldas Lang en la que, con base en la temperatura media anual, es posible distinguir desde las zonas desérticas hasta las nieves perpetuas andinas, mientras que la realizada en 1976 por Dean Snow presta especial atención a las precipitaciones anuales y a la geografía física para distinguir veinte regiones que van desde la Alta Guajira hasta la región amazónica. Estas regionalizaciones son más depuradas que la de las OCAD y serían más aptas para los diseños de políticas territoriales en perspectiva del cambio climático.

Por su parte, los estudios sobre la jerarquía de las jurisdicciones locales persiguen otros propósitos y emplean otros procedimientos. El estudio sobre el tamaño funcional y la especialización productiva (Fresneda et. ál., 1998) presentó un resultado basado en la idea de la aglomeración de funciones con alcance supralocal que se estudió a partir de la Teoría de los Lugares Centrales para, finalmente, establecer un ordenamiento jerárquico con base en el Índice de Tamaño Funcional que resume esas funciones. De manera complementaria, se calcularon los índices de especialización productiva que son particularmente elevados en el caso de las metrópolis colombianas. En 2001 se conoció otro resultado basado en la estimación de un Índice Acumulado Urbano con el que se depuran las actividades empleadas en el anterior y se introducen otras nuevas no consideradas, como la infraestructura aeroportuaria y la presencia de las bolsas de valores (Molina; Moreno, 2001). Por tratarse de jerarquizaciones locales elaboradas con base en estadísticas masivas, estos trabajos permiten superar la idea de una organización de la actividad económica y de la población de corte naturalista al aproximarse a una visión holística del territorio colombiano.

5.2   La jerarquización municipal propuesta

La jerarquización que se emplea en este trabajo persigue los propósitos de esos dos anteriores en razón a que el objeto de estudio, que es el análisis de la autonomía local en el marco de un modelo territorial de Estado apalancado por las finanzas intergubernamentales, obedece sobre todo a esa jerarquía y no a una regionalización ad hoc del territorio como las descritas inicialmente. La identificación de los regímenes espaciales, que se presenta en el Cuadro 1, y sus caracterizaciones  son el resultado de diferentes ejercicios demoeconómicos en los que los criterios de interacción poblacional estructural –cambios de residencia– y coyuntural –movimientos cotidianos interjurisdiccionales– permitieron identificar las nueve zonas metropolitanas compuestas por sus núcleos y 56 municipios metropolizados, mientras que con el criterio de la primacía poblacional y sus tres medidas se ha verificado que entre las capitales departamentales hay dos subregímenes pues, en efecto, 22 detentan diferentes niveles de primacía y las dos restantes no son siquiera las más populosas de sus departamentos. Finalmente, el examen del crecimiento poblacional absoluto y relativo para el resto de los municipios del país en los últimos períodos intercensales, ha permitido identificar tres regímenes: los municipios con crecimiento estable, con crecimiento moderado y con decrecimiento persistente (Alfonso 2014).

Es muy probable que el devenir de los fenómenos territoriales con posterioridad al 2005, especialmente los asociados a la variabilidad del clima y al recrudecimiento del conflicto interno armado, hayan consolidado estos regímenes, de manera que las zonas metropolitanas deben haber continuado acogiendo la mayor proporción del crecimiento poblacional, mientras que una porción significativa de municipios con crecimiento moderado deben haber emigrado hacia el régimen de los municipios con decrecimiento persistente, pero estos fenómenos solo podrán esclarecerse con los resultados del próximo censo de población que el país ya está en mora de realizar. La representación de los regímenes espaciales en el Mapa 1 da cuenta de varios fenómenos. Salvo por la zona metropolitana de Barranquilla, las ocho restantes que conforman el régimen polimetropolitano se distribuyen en la región andina y, otra de ellas, Cúcuta, hace parte de un sistema metropolitano binacional. En contraste, el despoblamiento es un fenómeno persistente que afecta con mayor intensidad a la Amazonía y a un conjunto de municipios localizados en la cordillera oriental y en el piedemonte llanero, extendiéndose hacia el Caribe por el oriente del país y, desde el piedemonte hacia el norte del andén del Pacífico.

El desfase de las proyecciones poblacionales realizadas en 1995 con los resultados censales del 2005, implicó un arduo trabajo de retroproyección y ajuste de los resultados de los dos censos precedentes, ejercicio adoptado en el DANE, en el que se preocuparon de controlar los resultados por el lugar de residencia y el sexo de las personas residentes en el país. Las estadísticas poblacionales resultantes se emplean en los cuadros 2 y 3 para presentar su distribución y la tasa de urbanización al comienzo de cada uno de los subperíodos diseñados para el análisis. La distribución en el Cuadro 2 presenta los valores relativos que dan cuenta de la consistencia del ejercicio de identificación de los regímenes espaciales: en los extremos, las zonas metropolitanas crecen invariablemente, mientras que los municipios con decrecimiento persistente no cesan de perder población, balance semejante al de los municipios con crecimiento moderado aunque de menor magnitud.

Otra variable de caracterización es la tasa de urbanización, que en algunos estudios sirve como variable de control en los ejercicios de parametrización. Los trabajos sobre convergencia regional que consideran la existencia de clubes de convergencia y, por tanto, la persistencia de diferentes grados de desigualdad (Durlauf; Johnson, 1995; Dall’erba; Le Gallo, 2005), sugieren el empleo de esta variable para diferenciarlos “manteniendo constante el estado regular de cada economía” (Dall’erba; Le Gallo, 2005, p. 122). En el caso colombiano, a comienzo del período dos terceras partes de la población residían en cabeceras municipales de diferente tamaño, habiéndose incrementado tal participación a cerca de tres cuartas partes en 2002 pero, como se deduce de los resultados del Cuadro 3, el régimen polimetropolitano detenta las tasas de urbanización más elevadas, las que van decreciendo notoriamente a medida que se desciende en la escala jerárquica de los regímenes espaciales. De conjunto, los municipios con crecimiento moderado y decrecimiento persistente tienen como rasgo en común el ser municipios en las que la ruralización cede muy lentamente al avance de la urbanización.

En Colombia operan cerca de 1.500 organizaciones de delincuentes. Las guerrillas, las llamadas “bacrim” –bandas criminales–, el paramilitarismo, la delincuencia común y algunas facciones corruptas de la fuerza pública, son las que protagonizan el conflicto interno en el que la violencia política ampara otras formas de violencia. Una de las expresiones más conspicuas de su magnitud es el desplazamiento forzado que a finales del 2014 había afectado a 6.5 millones de residentes en el país –ver Cuadro 4–, siendo las aglomeraciones a la cabeza de la jerarquía, las zonas metropolitanas y las capitales no metropolizadas, las que han cumplido el rol amortiguador del conflicto interno al servir de refugio habiendo acogido a cerca de la mitad de la población desplazada, mientras que el resto del país en que se libran los combates y se exacerban las amenazas de muerte han expulsado a 5.6 millones de colombianos.

La actividad económica se concentra en las zonas metropolitanas pues el 53,8% de las unidades económicas se localiza allí generando el 64,2% del empleo productivo, lo que significa además que el tamaño promedio de estas unidades es el más elevado del país, con 4,1 empleados por establecimiento. La escala es un tanto mayor en los núcleos metropolitanos. A medida que se desciende en la jerarquía municipal, ese tamaño se reduce sistemáticamente como expresión de la reducción de las posibilidades de aprovechamiento de economías de escala asociada con el tamaño de los mercados –ver Cuadro 5–.

La identificación de los regímenes espaciales y las caracterizaciones que le suceden expresan, como sugiere Sábato (1991, p. 69) para el caso argentino una “fractura espacial de esa civilización… Estamos en el fin de una civilización, y en uno de sus confines. Sometidos a una doble quiebra en el tiempo y en el espacio, estamos destinados a una experiencia doblemente dramática”. En este confín colombiano tal experiencia resulta, tanto o más dramática, al decir de los regímenes espaciales que se han edificado al calor del devenir de un modelo territorial de Estado interesado más en su reproducción y no en el desarrollo territorial en condiciones de equidad.

6.  Los efectos de los ajustes fiscales em los regímenes espaciales

Se aduce comúnmente que la insuficiencia de recursos propios y de las transferencias del nivel central de gobierno, de cara a las necesidades de bienes públicos locales, son la causa del endeudamiento de los entes territoriales. Como tales necesidades son ilimitadas, los niveles de endeudamiento también lo serían si las demás fuentes no se incrementan de manera sustancial. Los mercados de capitales han acogido con beneplácito las demandas de crédito de los entes subnacionales, especialmente desde los inicios de la globalización, por causa de los considerables excedentes de acumulación que se manejan allí. Para la gestión de un régimen fiscal centralista esto es un grave inconveniente, pues pone en juego la gobernabilidad macroeconómica del país y justifica, como ha ocurrido en más de una ocasión, las reformas a las finanzas intergubernamentales a fin de contener el desborde del endeudamiento local y concurrir en auxilio de las administraciones locales que soportan elevados costos de la deuda. Tomando como referente el umbral del 30% de los ingresos corrientes como límite tolerable en materia del servicio de la deuda pública local, se encuentra que éste se alcanzó entre 1994 y 1996 para después contraerse. Desde el 2000, cuando el saldo de la deuda pública territorial representó el 2,9% del PIB, esa contracción ha persistido hasta situarse en el 0,8% del PIB en 2013 (Departamento Nacional de Planeación, 2014, p. 55).

La eficacia de las reformas a la descentralización que han pretendido ordenar la fiscalidad local lo ha sido en términos agregados, esto es, para el conjunto de los municipios colombianos pues, tal como se verifica en los cuadros 3 a 6, la solvencia ha mejorado sustancialmente, el margen de inversión con recursos propios ya no está tan constreñido como estaba desde hace treinta años, y la inversión per cápita se ha incrementado sustancialmente en términos reales. En medio de tales avances intertemporales, las transferencias desde el nivel central de gobierno son responsables de algo más de la mitad del gasto total de los entes territoriales; es decir, que en el plano de la administración del territorio, Colombia es un país que depende poderosamente de las decisiones que se toman en el nivel central de gobierno. Pero esta República Unitaria, como se ha insistido, tiene matices cuyas gradaciones son bastante pronunciadas. Cada régimen espacial experimenta resultados diferentes.

Las mejoras en la solvencia primaria agregada de los municipios colombianos, cuya evolución intertemporal se presenta en el Cuadro 6, obedece sustancialmente a lo ocurrido en los dos primeros regímenes pues, de hecho, la insolvencia es el rasgo de todos los restantes, siendo muy pronunciada entre los municipios con crecimiento estable y habiéndose templado entre los municipios con crecimiento moderado y decrecimiento persistente. Las ventajas que ofrecen las grandes aglomeraciones para ampliar las bases tributarias locales, han sido aprovechadas por buena parte de los municipios de los dos primeros regímenes, especialmente por los núcleos metropolitanos, mientras que en los restantes el desborde de la insolvencia radica tanto en el incremento en el gasto como en el precario respaldo de los recursos propios a tales iniciativas.

Los resultados de margen de inversión en bienes públicos con recursos propios, con el que las administraciones locales revelarían el compromiso en el uso de su autonomía para incrementar la provisión local de bienes públicos fundamentales a sus residentes, son inseparables del anterior resultado pues, tal como se deduce del Cuadro 7, en el conjunto de regímenes de menor jerarquía esa posibilidad es relegada ante el privilegio que se le otorga al incremento en los gastos de funcionamiento. Este resultado es afectado por las dificultades inherentes a las administraciones locales cuyo tamaño mínimo desborda el potencial que le otorga su tamaño poblacional y/o su base contributiva, problema estructural surgido de la fragmentación del territorio en unidades espaciales de muy baja escala.

Las transferencias condicionadas a las reglas de asignación impuestas por el nivel central de gobierno incrementaron sustantivamente su influencia con posterioridad a la promulgación de la Constitución Política en 1991. Después de entrado en vigor el Acto Legislativo 01 de 2001, su importancia relativa para el gasto local ha recobrado los niveles del período precedente, denotándose desde entonces una tendencia a la homogeneización entre los diferentes regímenes territoriales que, tal como se presenta en el Cuadro 8, encuentra en los núcleos metropolitanos y en los municipios de su área influencia inmediata a los componentes de un régimen en el que la autonomía ha avanzado con mayor celeridad. De resto, la sustitución de los municipios por el nivel central persiste en todos los regímenes.

En la Gráfica 1 se presentan los resultados de la estrategia fiscal centralista. A inicios del proceso de descentralización solamente el 31,0% de los municipios colombianos dependía vigorosamente de las transferencias del nivel central, incrementándose tal proporción sustancialmente hasta alcanzar el 73,2% de los municipios colombianos en el período reciente. La paradoja colombiana es bastante elocuente: a inicios del proceso descentralizador el país tenía más rasgos de federalismo fiscal que los que detenta tras treinta años de proceso descentralizador. La lógica de control zonal es evidente en este tipo de actuación estatal. Adviértase que tanto en los núcleos metropolitanos como en las otras capitales departamentales no metropolizadas la tendencia tiende a revertirse después del avance notable durante el período 1992-2001, no así con el resto del país y con los municipios metropolizados.

En estos últimos, tal proporción es la más elevada de todos los regímenes espaciales, fenómeno que amerita un análisis de cara al avance de la metropolización en el país: el nivel central no está dispuesto a desconcentrar el poder y, más aun, tiende a hegemonizarse ganándole terreno a las iniciativas de coordinación de los núcleos metropolitanos.

La representación de este indicador en la geografía colombiana es muy pertinente, en la medida que el análisis geopolítico es inevitable si se quiere comprender la expansión del control fiscal del nivel central de gobierno. En el Mapa 2 (p. 372) se presenta este fenómeno, a la luz de los tres subperíodos de análisis ya conocidos. Con el fin de simplificar su comprensión, se emplea un sistema binario para distinguir a los municipios “poco dependientes” de las transferencias del nivel central, en color verde, de los “muy dependientes” de tales transferencias. Algo peculiar es el escaso avance en el reporte de ejecución fiscal de los municipios de la parte baja de la Orinoquia colombiana y de buena parte de su Amazonía, en color blanco.

7.  Reflexiones finales

De los variados fines que se pueden perseguir con un modelo territorial de Estado, el fin primordial es el de asegurar la existencia de sistemas fiscales locales que garanticen los ingresos requeridos para financiar la provisión universal de bienes públicos que honren los derechos fundamentales de los residentes en cualquier jurisdicción y, que promuevan una auténtica autonomía. Con ello, seguramente se alcanzará una República Unitaria más cohesionada y menos fragmentada como la que está en curso, pero la lógica de control zonal del Estado lo impide. Por tanto, un nuevo esquema territorial de distribución del poder está por construirse, pues el actual ha entrado en una aguda fase de desuso, pero la fragmentación del territorio colombiano en unidades espaciales de bajísima escala, que detona la insolvencia local y constriñe la ampliación de la inversión local en bienes públicos, es una estrategia perdurable del centralismo con cuyas transferencias mantiene el control político-territorial.

El centralismo fiscal que se analizó obedece a una lógica de control en la que la autonomía fiscal municipal está restringida a los regímenes espaciales a la cabeza del sistema de ciudades, mientras que en el resto del país se profundiza año a año el control del nivel central de gobierno mediante el uso de las transferencias y la adhesión a los programas nacionales. No obstante, existe una presión latente del nivel central para ganar el control de las metrópolis que componen el primer régimen, pues con ello se exacerba la lógica del control, por cuanto aquel que controle las metrópolis controlará la totalidad del país. Este interés es inmanente a la existencia de la circunscripción electoral nacional como mecanismo de elección del Senado de la República y de mecanismos subsidiarios como las partidas de inversión regional asignadas a los senadores en los presupuestos de los organismos ejecutores del nivel central de gobierno.

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